En los años 70, Fermín era un joven hiperactivo, chaparrón, delgado, correoso. Tenía la piel güera, tostada por el trabajo rudo en los Estados Unidos a donde había emigrado desde los años 60. Llevaba, el pelo enmarañado y castaño tirando a colorado.
Ojo borrado –entre verde y azul-.
La mayoría de las veces, vestía pantalón y camisa de mezclilla y botas vaqueras.
Un escapulario, colgaba de su cuello.
Manejaba en su natal Río Bravo, Tamaulipas un Chevrolet Impala del año, color celeste descapotable.
En sus tiempos dorados en las compañías petroleras, llegó a ganar hasta 30 dólares por hora. Una fortuna, si se comparaba con los salarios de los trabajadores indocumentados en USA y un sueldo estratosférico si se ponderaba con los ingresos de un trabajador en la frontera tamaulipeca.
Cuando cruzó el río Bravo, tenía algunos 20 años y militaba en el Partido Comunista Mexicano. Era tan convencido de su lucha, que cuando vacacionaba en su ciudad natal realizaba diferentes actividades para esa agrupación; sobre todo, en un movimiento campesino de masas como no había otro en todo el norte del país.
A mediados de los 70, se enroló laboralmente con una empresa estadounidense que tenía un contrato por cumplir con el gobierno de los Estados Unidos. Fuera de la zona urbana de Houston, Texas, se inició ese proyecto. Contrataron a gente calificada; sin importar su nacionalidad o su raza.
Fermín fue aceptado por ser un trabajador experto en soldar y manejar ductos. Se dio de alta en la empresa, pensando que era el levantamiento de una refinería petrolera.
Se equivocó.
Era un reactor nuclear.
La Guerra Fría, estaba en todo su esplendor.
Estaba ubicado a algunos 30 kilómetros al sur de Houston, Texas. Era un campo de aproximadamente 30 hectáreas, rodeado con un tejido de alambre de acero coronado por filosas púas.
Trabajó meses sin recibir explicaciones.
Trabajaba, le pagaban.
Los sábados y domingos, salía a caminar a una plaza ubicada a tres cuadras de su departamento. El paseo, concluía con una café y donas en un restaurante en contra esquina del parque.
Una tarde, llegaron dos gringas en bicicleta.
Lo saludaron.
Tomaron café y se fueron.
A la siguiente semana, lo mismo.
La amistad, se fue consolidando.
Hasta que un buen día, se identificaron como activistas de una organización por la paz. Le informaron, lo que el gobierno norteamericano pretendía hacer con la usina que él estaba construyendo. Entonces, entendió muchas cosas. Era un fábrica-laboratorio dedicada a preparar uranio con objetivos bélicos.
Las gringas –vestían como jipis: banda sobre su rubio pelo, pantalón de mezclilla, sandalias de piel, blusa de algodón coloreada con flores y un collar con el símbolo del amor y de la paz-, le dirían:
-Esa fábrica, está diseñada para matar a gente que no nos ha hecho daño. Se puede parar, si tú ayudas.
Le ganó su vocación de internacionalista proletario:
-¿Y qué hay que hacer?
-Es muy sencillo. Te llevas esto y lo pones en los reactores.
Se sorprendió Fermín.
Era un puño de fina arena.
Logró convencer para la tarea, a tres indocumentados amigos suyos. El polvillo, a petición de las gringas, lo llevaban en las bolsas de sus chaquetas. No más de 50 gramos por persona. La vigilancia de los guardias –vestidos de militar-, era extrema por lo que pensaban era eficaz.
No lo fue.
Los reactores, nunca funcionaron.
Personal de la NASA y del Departamento de Estado, no encontraron una explicación racional al fracaso del millonario programa para producir uranio en Texas.
Desaparecieron las gringas.
Fermín –y sus amigos, todos de Río Bravo, Tamaulipas- fueron informados del cierre de la factoría.
Cobraron sus indemnizaciones, con una sonrisa.