(Agencia)
Ciudad de México.- El museo de Karlshorst, un tranquilo barrio periférico, muestra en las vitrinas los facsímiles de esa rendición, que firmó, por parte alemana, el mariscal general Wilhelm Keitel.
La Sala de la Capitulación conserva el mobiliario de entonces, presidido por las banderas de las cuatro potencias vencedoras -la Unión Soviética, EEUU, Francia y el Reino Unido- y jarras de agua -no de alcohol- repartidas sobre sus mesas.
No es de los museos más visitados de Berlín, ni siquiera ante el 70 aniversario de la capitulación, que entró en vigor a las 23.01 del 8 de mayo, según la hora local de Berlín, o al día siguiente, para el horario moscovita.
Está apartado de los circuitos turísticos más comunes, al igual que el resto de sitios históricos que recuerdan la victoria del Ejército Rojo, como el parque de Treptow, un inmenso mausoleo en memoria de los 30.000 soldados soviéticos caídos en Berlín.
Ahí se consumó, sin embargo, la rendición del Reich, días después de que el Ejército Rojo entrara en Berlín y Hitler siguiera encerrado en su búnker, sin asumir la derrota y forzando a los suyos a verter hasta la última gota de sangre.
Berlín había pasado meses bajo los bombardeos estadounidenses y británicos -el más devastador, el 3 de febrero- y el 21 de abril las tropas del general soviético Nikolai Berzarin habían alcanzado los límites de la ciudad, desde el este.
La capitulación personal del “führer” se plasmó el 29 de abril, la noche en que se casó con Eva Braun, escribió un doble testamento -el privado y el político- y decidió suicidarse, al día siguiente, como también hicieron Joseph Goebbels y su esposa, Magda, tras envenenar a sus seis hijos.
Dejó al mando de un Reich agónico a Karl Dönitz, quien, por no entregarse directamente al poder soviético, negoció a la desesperada una rendición parcial con los aliados occidentales.
El presidente estadounidense, Dwight D. Eisenhower, vio en ello un intento de minar la alianza vencedora y exigió una capitulación total e incondicional a Dönitz, como quería el líder de la URSS, Iosif Stalin.
Hasta el acto de Karlshorst hubo varias rendiciones parciales: el comandante Helmuth Weiding firmó la capitulación de Berlín el 2 de mayo, tres días después de que las tropas soviéticas colocaran la bandera de la hoz y el martillo en el Reichstag en ruinas.
El 4 de mayo, en Lüneburg (centro de Alemania) se firmó otra rendición entre el mariscal británico Bernhardt Montgomery y el almirante alemán Hans Georg von Friedeburg; y siguió el 7 de mayo la de Reims, donde Dönitz envió a su general Alfred Jodl a negociar con los estadounidenses.
Stalin no iba a aceptar una capitulación que no fuera en su dominio y el lugar elegido fue Karlshorst, donde el mariscal soviético Gueorgui Zhúkov había establecido su cuartel general, en el mismo lugar en el que la Wehrmacht hitleriana tuvo su academia militar y casino.
Había realmente algo que celebrar, rememora Blank en su museo, en recuerdo de la noche en que oficialmente terminó una Guerra Mundial en la que murieron 50 millones de personas.
No todos los alemanes lo percibieron como una liberación, ni esa noche ni las semanas siguientes. Acabaron los bombardeos, pero se abrió una fase imprecisa de saqueos y humillaciones.
Unas 860.000 mujeres o niñas fueron violadas por los aliados -la mayoría, en el sector soviético, pero también en el estadounidense-, según datos del reciente libro “Als die Soldaten kamen” (“Cuando llegaron los soldados”), de la historiadora Miriam Gebhardt.