(Agencia)
Ciudad de México.- El 21 de febrero de 2011 a mediodía, recibí una llamada que puso a girar mis recuerdos hasta sumirme a intervalos espaciados de tiempo en los siguientes treinta días, a mi juventud en un Infonavit, en Iztacalco. Vinieron acompañados de sensaciones de mareo y sudor frío ya conocidas. Mi hermano Eduardo, de 47 años, sufría de espasmos, estaba inconsciente dentro de un departamento de Infonavit, pero en Iztapalapa, cercano al cementerio de San Lorenzo Tezonco.
Llegué a la unidad luego de una hora y veinte de recorrido en Metro y taxi por una amplia zona del oriente de la ciudad parecida a las ciudades en guerra mostradas en los medios.
Mi hermana y dos de sus hijas, una de ellas, pasante de medicina, habían auxiliado a mi hermano las últimas cuatro horas: masajes, compresas de agua fría. La situación era crítica. Otro dato me llenó de rabia: en todo ese tiempo habían estado llamando al 066 para solicitar una ambulancia, y lo único que consiguieron fue el arribo de una camioneta de la policía con dos oficiales, indolentes y malencarados, que hacían guardia a la entrada del conjunto, pero se negaban a trasladar a mi hermano a un hospital de urgencias.
Eduardo era alcohólico y muy probablemente llevaba días encerrado en ese departamento vacío, propiedad de otra de mis hermanas, para dejarse morir. Uno de sus “padrinos de vino” llamó desde un celular al primer número que encontró: era el de mi sobrina.
Yo tenía casi cinco años sin saber de Eduardo. Estábamos distanciados por razones como las que nos reencontraban ahora. Desde aquél entonces, me preguntaba cómo y dónde estaría quien fuera mi más entrañable cómplice.
Insistí en llamar al 066 y una operadora me dijo que una ambulancia arribaría al lugar en cualquier momento. Lo mismo que le habían dicho a mis familiares. Decidimos parar un taxi y luego de varios intentos explicando la situación, un vocho destartalado accedió a darnos servicio. Usamos como camilla la colcha con vómito ensangrentado en la que yacía Eduardo; entre mis sobrinas, el teporocho y yo, trasladamos a duras penas a mi hermano al taxi y de ahí al Hospital General de Iztapalapa, por el rumbo de Tulyehualco.
La camioneta de la policía nos “escoltó” durante el trayecto de quince minutos entre calles laberínticas repletas de topes, misceláneas, accesorias y perros callejeros que ladraban a nuestro paso. Al llegar a nuestro destino, la unidad policiaca se esfumó sin más.
La entrada de urgencias y su sala anexa de espera y trabajo social era un bloque de concreto y abandono hostil propio de la zona donde la escasez crónica de agua y la delincuencia son norma y costumbre. Por todas partes, ansiosa, afligida o en plena chacota de quien ha hecho de la fatalidad su compañera de ruta, una masa compacta de gente humilde, desaliñada y rijosa esperaba noticias de sus pacientes. No había camillas disponibles y tuvimos que ingresar a mi hermano tal y como lo llevábamos. Un par de enfermeras hoscas nos ordenaron acostar a Eduardo en la única cama disponible y desnudarlo. Estaba bañado en sudor y parpadeaba como si le hubiera entrado basura en los ojos. Su “padrinito” se despidió de mí humildemente y me pidió de favor que otro día lo dejara entrar al departamento a recoger sus pertenencias.
Le di un abrazo de agradecimiento y cien pesos. Hasta entonces me percaté que mi hermano y él despedían un hedor similar.
El responsable de turno, un doctor sin uniforme, cincuentón, con toda amabilidad y parsimonia, comenzó a interrogarme sobre el enfermo y a llenar un formato en una máquina de escribir. Mi hermano se convulsionaba, le inyectaron un calmante y le introdujeron un par de sondas intravenosas en los brazos. La sala olía a encierro y desinfectante. Algunos pacientes menos graves esperaban cama echados en el piso o en los pasillos con cubículos. Sentí un miedo premonitorio. Luego del diagnóstico inicial y una larga espera, Eduardo fue aislado a un pequeño anexo con dos camas y entubado a un respirador. Nos ordenaron salir a esperar en la calle.
Caía la tarde bajo un calor seco que intensificaba el apeste a caño, a amoniaco de la combustión de motores, basura y comida frita de puestos ambulantes. Mi hermana y sus hijas tenían el rostro dilatado y ceroso, y una expresión de duelo adelantado. Al poco rato recibí una llamada en mi celular: era una funcionaria del gobierno del D.F. que quería mi opinión sobre el servicio de ambulancia. Nunca llegó, qué pinche descaro el suyo. La funcionaria se disculpó con una vocecita parecida a la de la “señorita Laura” cuando se pone cariñosa con su público. Le menté la madre y colgué.
Pasé los siguientes cinco días y noches afuera de la entrada de urgencias, conteniendo el llanto y los corajes cada vez que tenía que tratar con las enfermeras, el personal administrativo o los médicos, todos ellos resueltos a escatimar la información; familiarizándome con las demás tragedias. Teníamos todas las de perder contra la debacle de los servicios de salud pública de esta ciudad, cuyos hospitales no cuentan con el equipo hospitalario y humano mínimo para cumplir con la demanda de cientos de personas que no tienen adónde más recurrir. Gente que improvisaba dormitorios a las afueras; habituada a siempre esperar lo peor.
Trabajadoras sociales intratables, cada seis o siete horas salen al portón de hierro a dar reportes sobre los heridos o enfermos, todos graves, sino ¿pa’qué están ahí? El hospital, sucio y sombrío, da la impresión de que más bien lo están desmontando y que sólo esperan a que los últimos pacientes mueran o sean trasladados a otro nosocomio. Esto último ocurrió con mi hermano, que cambió después de un purgatorio a otro, en Xoco.
A lo largo de la noche la calle del hospital se anima con los convoyes de judiciales, policías federales y del D.F. que circulan en camionetas y patrullas relucientes, presumen sus armas de alto poder y la luz cegadora e intimidante de las torretas.
Operativos, les llaman. Predicadores religiosos y de grupos de aa reparten cenas gratis a cambio de que los escuchen. Sujetos de apariencia sospechosa rondan por la acera de enfrente, hablan en sus celulares, desaparecen y algunos regresan a bordo de un coche que conduce otro tipo igual de sospechoso.
Nadie sabe qué buscan. Ingresan a urgencias jóvenes de ambos sexos acuchillados, balaceados, golpeados; y embarazadas, llegan por su propio pie, en coches particulares o como nosotros, pues en Iztapalapa las ambulancias sólo existen en la propaganda de las autoridades. Alguien llora por ahí, y como no. A mí todavía no me toca. Uno tiene que aprender a vivir y morir así, porque no hay de otra. Otra verdad que le debo a mi hermano: lo mejor es no esperar nada de una ciudad como ésta.