Por Itzchel Moreno
Ayer caminé a un costado de una malla ciclónica. Nadie veía de cerca, así que me atreví a deslizar mi mano por toda la superficie y sentir ligeros rebotes en ella, mientras dibujaba con esa caricia todo el perímetro de una cancha de futbol infantil.
Justo antes, había encontrado a una amiga de la adolescencia con quien repasé en breve charla las canciones que solíamos cantar con los CD que apenas llegaban a México en los noventa.
Luego comenzamos a pasar lista entre las amigas y sus hijas, el parecido y la belleza de quinceañeras que comienza a destellar.
Hablamos también de los kit del primer período menstrual que ahora se venden en las tiendas de autoservicio y volteamos a vernos confundidas…
¿Oye a mí no me explicaron nada de eso en la primaria?, dijo ella.
Entonces recordé mi grupo de sexto año en México y la voz de una maestra que con cara de enojo sacó a los niños de la clase para explicar los cambios fisiológicos de la mujer en la pubertad.
“Sacar a los niños del salón”, repitió asombrada… Pues sí, en aquellos años así era la costumbre. Los niños no debían enterarse de las cosas de las niñas, aún se creía que unos y otros se cocían y conocían por separado.
Eran las generaciones que no podían imaginar a un hombre y a una mujer unidos por la simple amistad y la convivencia de seres parlantes.
De pronto ni mi amiga era la misma… Los años pasaron en el trascurrir de una mañana. Su cabello antes negro, dibujaba unos rayos ficticios cerca de los cuarenta todo parece cansar y todo se observa distinto…
Si tuviera mis años niños en medio de la soledad de un divorcio pensaría que aún hay tiempo. Decidiría perdonar con más frecuencia para no acarrear peso innecesario al alma.
Viviría como en los días de infancia, plasmando los sueños en el mejor cuaderno, haciendo la letra casi perfecta en la hoja de lado derecho. Jugaría a que los terrícolas nos invaden, porque yo me seguiré sintiendo extraterrestre.