El mismo cosquilleo electrizante que sentí al tomar su mano, es el mismo que aún me despierta.
¿Recuerdas que no quería amar porque odio sufrir?… y aquí estoy, con esa extraña sensación del hubiera, que sentimos hombres y mujeres por igual.
El resto de los días a su lado me dieron miedo, odio los finales y no quería que eso acabara.
Me hacía retroceder y desear escapar cada vez que se acercaba con mirada lujuriosa. Yo tenía miedo, soy loca y extrovertida pero eso de los deleites desbordados, no se me da.
Una vez más tuve que hablar conmigo.
Desde el primer día me estaba diciendo: “quédate”, confío en mí y me permitió entrar hasta lo más íntimo de sus pensamientos, de sus miedos, sus disgustos y decepciones.
Nos costó acoplarnos, su naturaleza ordenada, colapsaba con el torbellino que altera mi ropa, mis libros e ideas.
Soy inquieta y él cauteloso, un responsable conviviendo con la extrovertida que vive haciendo las cosas de “chiripada”, en caliente y en el aire.
Lo deje quererme y yo lo amé.
Adoré su personalidad y verlo con seriedad cuando me apropiaba de su cocina. Chocabamos muchas veces por carácter. Pero su amabilidad y paciencia logró hacerme comprender y evitarle corajes.
No tuvo que decirme nada, sólo me gustaba estar a su lado y hoy lo extraño.
Al menos los caminos se juntaron una vez, para entender que no era yo, ni tampoco él…
Ambos teníamos la capacidad de amar y con ella ceder, para convivir en paz.
No era obedecerlo ni consentirme, sino dejarnos ser.
Un día desperté para hacer maletas y marcharme, las letras siempre están en los caminos, rara vez se quedan bajo una cama y cuando lo hacen, yacen empolvadas.
No era yo, tampoco él.